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viernes, octubre 17

Sin espinas

Todos esos dias soleados eran exelentes para mí.
Más si la piel tostada de Bernarda salía a relucir sobre el jardín y su presencia regaba sutilmente las flores.

Me encantaba ver a Bernarda con sus largas faldas estampadas y extrabagantes blusas de tirantes que se le adherían a su piel y pechos. Su melena llena de risos tan apretados que se podía distinguir un delicado afro en su peinado.

Mi balcón que daba hasta ese sitio, tenía algunas macetas, pero al verlas por dentro, tenían tierra cuarteada y seca. Sin rastro alguno de vida ni color.
Así que una mañana, me dirigí al vivero de Doña Mónica y compré algunas macetas repletas de flores con muchos colores, con los que Bernarda más frecuentaba para vestir. Y claro, no podía faltar una regaderilla para brindarles agua. Para que cada vez que oyera su pesada puerta del jardín rechinando, pudiera salir en busca de algún guiño que me asegurara poderla mirar de cerca.

Anciaba que el reloj marcara ya las ocho de la mañana, y justo cuando escuché el ruido revelador, me levanté de un brinco de mi cama y ahí estaba aquél brillo.
Tomé la regadera y abrí de par en par mi ventana y comencé a rociar.
Pero no volteaba a verme.

-¡Buenos días vecina!- Grité, seguido de mi estúpida risa de nerviosismo. Me metí la mano a la bolsa del pantalón luego de levantarla para lanzarle un ademán en foma de saludo.
Su cabeza giró hasta donde yo me encontraba y sonrió mostrando sus dientes blancos.
-¡Buenos días Esteban! ¡Veo que compraste flores nuevas!