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martes, enero 10

La mujer que nunca aprendió a leer libros

Yo la conozco. Pasa todos los días por la dulcería en la que trabajo, “La cocada”.
Siempre lleva un libro en mano, por alguna razón de cabeza. Supongo que le gusta ver los dibujitos de otro modo.
A ella le gustan los cigarros Samba, siempre lleva uno. No lo entiendo, realmente no tienen buen sabor.
Un dia entró a la tienda, me dio curiosidad por lo que fuera a pedir, tomó unos dulces de café y se fue corriendo.
Al otro día le conté a mi jefe lo que había sucedido y el sólo me dijo: “dejalo así, ella esta loca y padece esquizofrenia. Se la pasa de aquí para allá con un gato que extrañamente huele a queso..."

Seguí observando todos los días cómo pasaba por la tienda haciendo exactamente lo mismo, a ella ya no parecía importarle nada. Supongo que era libre. Luego de unos días pude notar que el gato seguia paseándose por la tienda, pero ella no. Lo supe al instante... ella había muerto. Dicen que un camión la arrolló. Quizá se desvaneció.

Yo cuido a ese gato ahora. Bueno, más bien el me hace compañía en mi aburrido trabajo.

       (Lo que no sabes, es que me convertí en aquél gato.)

jueves, noviembre 24

Día de noche

Viernes. Suele ser como un martes. Sin emoción, sin compañía. Pero que no se lea mal, porque en realidad  no tiene nada de malo pasar el viernes solo en casa. Así piensa Eliza. Llegar a casa del trabajo, a fumar unos cuantos cigarrillos mientras sirve una copa de vino para que cuando vaya adormeciendo sus párpados, las medias de nailon estén hechas bolas debajo del sillón. Varias veces, al dejar caer la ceniza caliente restante del cigarrillo, aterriza sin querer en esta delgada prenda, provocando agujeros, arruinando las pantimedias una vez más. Este es el plan de hoy. Desde que caminaba hacia la oficina, quería que el tiempo transcurriera deprisa para saborear el añejamiento de aquella bebida. Lo necesitaba.
Faltaban dos cuadras para llegar. A cada paso se arrepentía de dar el otro. Pensaba en que quizá podría faltar hoy. Comenzar desde temprano y perderse toda la tarde. Estaba a tiempo de hacerlo, pero sin quererlo, ya estaba cruzando las puertas de la oficina.
Sus tacones rebotaban sobre el piso reluciente. La tomó de sorpresa un bostezo y la oportundad de estirar los brazos se hizo presente.
Tomó su asiento, se arrimó hacia adelante con las piernas y le dió un soplido al rodillo de la máquina de escribir. Había mucho por hacer hoy. Quizá si faltaba en un día importante, podrían despedirla.

Llegó la hora del almuerzo. Ella se dirigió a la cafetería y se situó en el lugar de siempre, junto a unas plantas. Ya había llenado su termo de café y desenvolvió un trozo de pan de naranja que traía de casa. Ella misma lo horneó. Esta vez trajo de más y se dio cuenta de que en realidad no tenía tanto apetito.
Se quedó quieta. Inmersa entre sus pensamientos. Cada vez de hundía más. "Ya me quiero ir", pensba en repetidadas ocaciones.

Al otro lado de la cafetería, estaba una mesa con cinco varones. Reían y hacían bulla. Todos los días, a la misma hora, se sentaban a recrear los mismos temas de conversación. Parecía agradarles platicar de lo mismo, lo más extraño es que los acercaba más en cuestión de lazos fraternales.
Es muy raro ver cómo un grupo de personas se caracteriza por caerse bien en tan poco tiempo e incluírse en la vida de cada uno, todo el tiempo. En cambio a Eliza le costaba cierto trabajo socializar.
No es ella, se plantea. Es la edad. Con el paso del tiempo, uno se vuelve más callado, a veces una señora como ella, no puede seguir hablando de lo mismo como cuando era joven porque aparentemente se cae en un limbo ente juventud y vejez. Claro, también se cae en el espiral de la ridiculez. Un espiral del que no quería formar parte, así que mejor se abstenía de querer incluirse en cualquier grupo del trabajo. Parece ser que la señora Valverde era la única de edad madura entre todo el personal nuevo y joven que había en la oficina.

—¿Es pan de naranja? ¿Usted lo hizo? — Una pregunta viene a desmoronar la piramide de pensamientos de Eliza.
Al girar la cabeza, se dio cuenta que Marcos era quien hacía tales preguntas.
—Sí, así es Marcos. ¿Deseas probarlo? Le puse nuez.
Marcos duda un poco.
—Huele delicioso señora, ¿está segura de que puedo tomar un poco?
—Segura, a menos que no quieras, todo está bien...
—Sí, sí quiero... Con permiso...

Marcos se lleva a la boca el primer mordisco y su saliva comienza a ser abundante. Un cosquilleo peculiar aparece entre sus oídos y se extraña. Se encoge de hombros y cierra los ojos.

—Está delicioso Eliza, qué rico cocina.

Eliza se regociga por los elogios. Muy poca gente prueba lo que hace, así que son pocas veces las que escucha comentarios como estos.

—Gracias. Cuando gustes, puedo preparte una tarta completa para tu familia.
Este comentario fue casi ignorado. Marcos trataba de memorizar cada bocado con el sabor. Sorbía un poco de café y parecía como si jamás hubiera probado un pan de naranja.
Los demás en la mesa se acercaron a investigar qué es lo que pasaba con Marcos y por qué es que hacía esas muecas.

—¿Cree que pueda darle un poco a mis compañeros? Sólo un mordizco de su última rebanada. ¿Sí? Si quiere se la pago.
—Claro, adelante. De todos modos no iba a comerla.

A los chicos les agradó tanto como a Marcos.
—Oigan, dice la señora Eliza que nos puede preparar una tarta completa. Cooperemos y que nos la traiga mañana para comer. ¿Qué les parece?—
Propone Marcos, y de inmediato aceptan.

Eliza tenía un cambio de planes para hoy en la noche. Nadie le había pedido anteriormente cocinar para un publico, mínimo, pero eran algunos. Pasó parte de la noche horneando y al dejar reposar en la cocina, se fue a dormir.
A la misma hora del desayuno en la cafetería, Eliza desenfundó el pan y ofreció a sus compañeros. El aroma envolvía sus narices y al probarla, acariciaba el paladar de todos. Se sentaron todos en la mesa junto a las plantas. Esta vez Eliza tenía compañía de más. El pan de naranja se terminó con velocidad. Y ahora en esa mesa había más risas y más bulla que la normal. Eliza no había reído así desde hace algún tiempo. Le agradaba la compañía y no se sentía incómoda.

—¿Hoy a dónde Marcos? — Luis pregunta a su compañero, un silencio se avecina.
—Qué te parece si vamos al 88.
—Venga con nosotros Eliza — Propone Román, otro de los compañeros. Eliza no esperaba tal invitación. Lo mira con extrañeza y frunce el ceño.
—Bueno, si quiere no... — Habla Benjamín.
Valverde se queda pensando. No es una mala idea. ¿O sí? No...sí... Ay, ¿en qué estoy pensando?
—¿Qué es el 88?
—Un... ¡un café! Hay música de trova, luces de velas... —Agrega Benito.
Se lanza una mirada de complicidad entre todos. Rebota y rebota entre sus pupilas, pero nadie dice nada.
—Pasamos por usted Eliza... nomás díganos a dónde y a qué hora.
Eliza parece gustarle la idea, un café, qué detalle invitarla.
—Claro chicos, gracias por la invitación. Vivo en la privada de Los Tiburones a la vuelta de la Plaza Buganvilia ¿La ubican?
—Yo sí, ya sé donde es. —Dice Bejamín.
—Es una casa con enrredaderas por toda la pared. Número 883.
—Delo por hecho.
—Ah, y otra cosa... sólo llamenme Eliza.

Faltaba media hora. Ella estaba lista. Traía puestos unos zapatos bajos de color blanco y un vestido color vino. El cabello sin amarrar y en sus labios un color que combinaba con el atuendo. Fumaba un cigarrillo en el sillón y oía un último disco antes de partir. El corazón le palpitaba. En realidad ella no es muy grande. Es la mayor entre todos, puesto que ellos son recién egresados de la carrera. Ella sólo hace la diferencia con pocos años.

El sonido del claxón rebota por todo el silencio de la privada. Ella quita la música rápidamente, deja la luz encendida de la sala y coge su abrigo.
Sale y el grupo de muchachos la saludan cordialmente.  Todos van amontonados detrás del aciento con tal de que ella esté cómoda en la parte delantera. Al subir, ella también saluda y se sonroja un poco.

—Luce muy linda Eliza. ¿Ya nos podemos ir?
—Gracias Marcos, claro. Vámonos.

El auto se puso en marcha y la música iba a gran volumen, pero a ella no le molestaba. 
Marcos llevó el auto hacia un estacionamiento casi sin luz. Eso le dio un poco de temor a Eliza. Cerraron las ventanillas del auto y salió cada uno por su lado. Ella también bajó. Cerró la puerta bruscamente y se quejó.
Se dirigieron a una puertesilla y dentro de ella se situaban unas escaleras de alformbra negra. En ella habían resto de cigarro. Chicles enrredados de cabellos y polvo, el aroma a humo se persivía desde ahí. Eliza inhaló profundo, uno de sus olores favoritos estaba presente en su nariz: Aroma a tabaco con un toque de perfume. Suspiró y las ancias le mordisqueaban los talones.  Las luces de neón verdes, inundaban su cabello negro de destello. Los compañeros de atrás compartían risitas y murmullos. Eliza se percataba que este lugar no era exactamente un café. Sino un billar. Pero claro, servían café, si es que alguien lo pidiera.
Llegaron a la parte superior del establecimiento, y Eliza miró a sus compañeros con desconcierto.

—¿Este es el 88?
—Sí.
—Y... ¿dónde nos sentamos?

Parecía no importarle a Eliza, pero en realidad, estaba llena de emoción. Ellos la toman como una mujer que no pasa de rezarle a los santos. Pero lo que en realidad ella sólo ha tomando la decición de sólo trabajar por las cosas que a ella le gustan. Le gusta estar sola. Hace tanto tiempo que lo está, pero a veces buena compañía lo agradecía.

Los muchachos eligieron una mesa con sillones. Abrieron los menús y llamaron al camarero. Eliza sacó un cigarrillo y caló la punta para encenderla. Luego, tomó la cajetilla y ofreció a los demás. Los otros tomaron sin apuro y se pasaban uno a uno los cerillos.

—Va a ser una jarra, Juan, de favor — Pide Marcos
—Cómo no joven. ¿Y para la dama?
—Una cerveza Cromada
—En seguida les traigo.

En cuanto acabaron sus bebidas, se levantaron a jugar una partida. Tomaron los tacos y valancearon las bolas sobre la mesa. Eliza lanzaba una calada que se notaba debajo de una lampara. Uno a uno comenzó a tirar.
Benito, se impulsaba temerosamente, se notaba que era de sus primeras veces jugando. Benjamín era el más experto: lanzaba la bola blanca tán rápido pero con la exacta presición, siendo acertado en todos sus tiros.
Román se dejaba intimidar por Benjamín. Cada que Benja le hacía un comentario a él, este se encorvaba y fallaba los tiros.
Marcos no era malo jugando, pero tampoco bueno.
Y Luis simplemente se quedaba bebiendo mientras veía
¿Y Eliza? Ella era buena jugando, resolvia adversidades y se la ingeniaba en los tiros. Casi no gana, pero piensa que es dependiendo los jugadores.

—Ya sabíamos que jugabas Eliza— Comenta Marcos  mientras esperaban su turno.
—Ya sabía que sabían...
—¿Cómo?
—Casi nunca nadie pregunta de qué está uno hecho.


martes, septiembre 20

Olvida la pregunta

Hay algo curioso que me preguntó Manuel el otro día: "¿Escribirías un cuento sobre mí?". El tiene clara la idea de que es la única manera en que alcanzaría la inmortalidad; a través de una historia que yo escriba.
"¿Sabes, Manuel? No lo haría..." Contesté fría pero franca.

No lo haría nunca, porque a pesar de que tengas los labios dulces, la piel salada y me abrazas con fuerza cuando me penetras, tienes algo que me impide ser tuya de esa forma: No  me haces reír a carcajadas. No me alegras el día con un solo mensaje. No extraño tu presencia ni sufro tu ausencia. No me inspiras cocinarte una gran merienda y no dejo de hacer mi trabajo por platicar contigo. No me saben a nada los cigarrillos con tus pláticas.

Porque a pesar de ser un gran amante, no alimentas lo escencial en mí: Mi conciencia.

sábado, septiembre 3

Trago de vapor

No somos la misma cosa, pero conozco bien el camino. Hoy dentro de mis sueños me topé con la ruina y el deseo, acosada por gigantes. Uno conocido. El otro, el error. De ambos huía y trataba de volar. Pero me hallaba más inútil que una mariposa con las alas mojadas.

De un tiempo para acá, me he encontrado con la imposibilidad de volar. Trato y trato pero hay algo que pesa y no me dejea elevarme.
En realidad no quiero ir a ninguna parte. No tengo la necesidad de escapar como antes. Encuentro alternativas y avanzo, más no escapo. Creo que encontré el nido, o al menos, uno provicionalmente largo.

Soy una genio, pero no creo en mí

sábado, julio 23

Amanda

Todos se preguntaban qué es lo que le había ocurrido si esta mañana parecía tan normal. Nadie se explicaba el por qué de su reacción. Simplemente había dejado de ser ella misma para finalmente convertirse totalmente en una enfermedad.
A todos se les hizo extraño que no reaccionar normalmente. Su mirada parecía confundida y su memoria dejó de funcionar.
El diagnóstico del doctor, decía que Amanda no iba a recuperar el sentido del tiempo jamás, que se había quedado en el pasado para siempre.
Algunas veces la escuchaba decir que no quería volver a despertar nunca, pero gracias a los medicamentos y su café concentrado de todas las mañanas, la obligaban a ponerse de pie aunque así no lo quisiera, y se forzaba a realizar las mismas actividades que desde hace muchos años llevaba consigo en la rutina.
Era cuestión de tiempo, yo lo sabía. Era una olla exprés sin seguro después de todo este tiempo. Sus familiares trataban de solucionar el misterio del por qué su enfermedad se la estaba comiendo. Pensaban que le había ocurrido alguna desgracia reciente, ignorando que toda su vida había sido esa desgracia. Tántas perdidas a lo largo de su vida, la estaban asfixiando hasta la demencia pero nadie se daba cuenta. Toda su maldad tenía un origen, una raíz que jamás pudo ser erradicada en su totalidad. El desprecio de su madre al nacer, la decadencia en la que vivió desde temprana edad. Ese cigarrillo a los catorce años y el alcoholismo de su esposo.  
Ya había pasado antes. Ya se había ido, pero esa vez, fue cuando más lúcida estaba. Abandonó todo. No dijo adiós y no dijo por qué. Simplemente se fue con la ropa que llevaba puesta. Subió a un tren y escapó de las consecuencias. Ignorando que cuando se huye de lo inevitable, es tratar de huír de una abalancha. Tarde o temprano iba a ser sepultada. Con tierra o con nieve, o con el peso de la memoria.
¿Qué será de ti Amanda? Tan lejos de tu paz, tan lejos de los sueños. Recreando una y otra vez los mismos hechos que te han hecho tan mala pero a la vez tan vulnerable. Quisiera que encontraras ya la quietud. Quisiera que no sintieras dolor jamás.
Quisiera ser yo quien te pida perdón por todo lo que la vida te ha herido. Darte ese abrazo de amor y resignación que tanto necesitas. Sacarte del castigo en que que crees vivir. Hacerte renunciar al rencor y a la ira, para que simplemente cierres tus ojos y sonrías después de todo. Fumar contigo un último cigarrillo.